lunes, 22 de agosto de 2011

Colas

Colas hay, en Alemania, como en todos los sitios. Los turistas somos así y nos encanta viajar para hacer cola en los sitios más inverosímiles como el museo de cera de madame Tussaud; cada vez que pasaba por Unter der linden veía la larga fila y me preguntaba a quién irían a ver: si a Hitler o a Nicole Kidman, ambos vecinos del garito en compañía de la Merkel, Sarkozy, Benedicto XVI o Madonna, por ejemplo (como no me gustan estos museos de los horrores, pasé).

Ya he hablado (y no pocas veces) de la cola del Neues museum, prueba de que me resultó insufrible, sin embargo, he dejado de comentar algo que ocurrió cuando, ¡por fin!, me tocaba el turno en la ansiada taquilla: una avispada alemana que esperaba su oportunidad en paralelo, aprovechó el instante entre la marcha del anterior colista y mi llegada a la segunda ventanilla y, de un quiebro, se coló sin mediar un bitte, verzeihen de por medio. Pidió información al oráculo, la misma que todos habíamos obtenido, que había que hacer cola e inició un diálogo parecido a este:

seit ich hier bin... (todos los demás también estábamos allí)
(negativa del oráculo)
die linie ist lang... (todos los demás sabíamos, y bien, que la cola era larga)
(nueva negatva)
Blick auf meinen Regenschirm... (como si los demás llevásemos paraguas o, en su caso, estuvieran menos destrozados que el suyo)

La evidente mala relación del temporal berlinés y los paraguas
El argumento del paraguas hizo claudicar la moral de la, hasta entonces, inasequible taquillera, le vendió los boletos correspondientes y la mujer se alejó más contenta que un muniqués tras una tarde de cañas. Mis limitaciones idiomáticas me impidieron conocer sus otros argumentos; no pudo utilizar el tan habitual en España: oiga, que soy de la tercera edad porque la jeta estaba en la treintena, y desconozco si usó otros como que yo soy de aquí y estos no... o cosas parecidas. Mientras yo había accedido a la primera taquilla y pude comprobar que la reacción de la fila, que desbordaba el puente, fue airada y que la señora que ocupó el sitio que había dejado la rubia, esta sí de la tercera edad, dedicó todos los germánicos improperios posibles a la taquillera, a la rubia y a la madre que las parió. No pude por menos que dedicarle una sonrisa y hacerle un signo de aprobación con el dedo.

Las colas en la recepción de los hoteles no son menos inquietantes que las españolas; como aquí, la gente se coloca estratégicamente en una especie de estructura nodal, de forma que no hay manera de saber si están con el rubio recepcionista, con la de la coleta que parece saber español o con la adusta jefa de recepción. Cualquier dilación es aprovechada en hábil quiebro de maleta para colarse. Al igual que en España es costumbre extendida que, justo cuando llegas al mostrador, un ciudadano que acaba de llegar se coloque a tu vera y apoye sus codos encima, no se sabe si para asesorarte en el proceso o para quitarte tu tarjeta de acceso. Me ocurrió a la llegada al hotel, a la salida y en un banco, donde un resoplante y colorado sesentón apoyó carpeta, codos y chaqueta sobre el dinero que el cajero me estaba proporcionando. Yo no pensaba que esta gente era igualita que nosotros.

Otra cosa son las colas del museo judío: una para entrar por la puerta giratoria de seguridad, otra ante el vigilante posterior, otra en el arco de seguridad donde tienes que enseñar hasta el alma, otra al sacar los billetes, otra para acceder (pero como no puedes acceder con la bolsa de la cámara, por ejemplo, tienes que volver atrás), otra en el guardarropa para dejar lo que le haya parecido inadecuado a la cancerbera, de nuevo otra vez en el control de entradas del acceso, otra para recoger la bolsa de la cámara en el guardarropa a la salida... Ya en la calle observas la vigilancia policial y te sientes como en Israel.

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