sábado, 17 de octubre de 2020

Vaciada, vacía, despoblada, deprimida u orgullosa

A veces, las palabras son como las banderas, y la semántica se utiliza como apoyo la discrepancia cuando ni siquiera existe conflicto ni en el objetivo ni siquiera en el concepto mismo.

El quince y el dieciséis de octubre se ha celebrado en Daroca y Paracuellos de Jiloca el foro «Aragón, por la España vaciada» y ese concepto (vaciada) ha sido objeto, si no esencial sí recurrente, de no pocas intervenciones.


Y es que, para bautizar al fenómeno de la despoblación se han utilizado vocablos como vaciada, vacía, despoblada, deprimida (demográficamente) e, incluso, se utiliza la feliz idea de orgullo rural para poner en positivo el problema del éxodo rural.

Dedicar parte del debate a la semántica no deja de ser una artimaña para ocupar el discurso en lo accesorio en vez de centrarlo en lo esencial, y lo esencial puede verse en la infografía que la SER utilizó para publicitar el encuentro: ¡Construyamos un futuro rural! y son esas dos palabras: construir, por lo que tiene de esfuerzo colectivo y solidario, y futuro por lo que tiene de compromiso y esperanza, lo que debería (y espero que así fuera) unir a los discrepantes allí presentes.

España vaciada

Lo que está claro es que ninguno de los términos refleja por completo la realidad, aunque vaciada parece ser el que concita más filias y fobias. La crítica al atributo se fundamenta en la inexistencia de una "mano negra" (expresión que se repitió como si fuera una consigna por algunos intervinientes en el foro) dedicada a vaciar al medio rural. 

Manos negras no las habrá habido, pero políticas coadyuvantes, sí. Los planes de desarrollo (1964-1975) se articularon fundamentalmente alrededor de ciudades como Sevilla, La Coruña, Vigo (Citröen), Valladolid (FASA-Renault), la petroquímica de Huelva o Zaragoza y fruto de aquellos polos surgieron concentraciones industriales como las de Malpica o el corredor del Ebro, por citar los más próximos, cuyo efecto llamada sustituyó a las, hasta entonces tradicionales, Madrid, Bilbao o Barcelona, como ciudades destino de la emigración rural.

Los planes de regadíos, que pretendían beneficiar a la productividad agraria concentraron y reconvirtieron la fisionomía de algunos territorios, como ocurrió con el plan Badajoz (1952-1975), que duplicó la población de la comarca de las Vegas Altas del Guadiana despoblando otras áreas deprimidas. O, a otra escala, como sucedió con la construcción de pantanos que obligó a la emigración desde las zonas inundadas (el entorno del pantano de la Tranquera, por citar otro caso cercano), hacia las ciudades o hacia pueblos de colonización (no pocos habitantes de las vegas del Piedra y del Mesa se trasladaron con sus familias a los pueblos de colonización habilitados en las Cinco Villas).

En estos casos de éxodo más o menos voluntario emigra la gente joven a la búsqueda de mejores expectativas laborales y económicas, y en su maleta se llevan su potencial de fecundidad tanto demográfica (de forma que la capacidad de tener hijos y rejuvenecer la pirámide de edades se muda a las ciudades), como emprendedora y de cambio social o de pensamiento que se le supone a la juventud, dejando en el pueblo mentalidades más conservadoras y conformistas.

Si nos remontamos un poco más allá en el tiempo, el decreto de expulsión de los moriscos, constituyó un varapalo para la agricultura de regadío de las huertas aragonesas, valencianas o murcianas que perdieron la tercera parte de una población que no solo era experta en la hortofruticultura sino cuyo índice de fecundidad era muy alto. No fue una mano negra sino un decreto real de 1609 promulgado por Felipe III.

Si nos acercamos al último cuarto del siglo pasado, por poner otro ejemplo cercano, los cierres de los ejes ferroviarios Valladolid-Ariza, Caminreal-Calatayud o Calatayud-Soria (1985) fueron decisión del entonces ministro de transportes, Enrique Barón, que clausuró todas las líneas deficitarias de España que vertebraban territorios rurales y los comunicaban con sus capitales de provincia o de comarca potenciando sus áreas de influencia económica. Una sangría ferroviaria que ha mantenido los criterios económicos sobre el servicio público y que sigue produciéndose con la merma de servicios en una red de cercanías muy deficiente fuera de las grandes capitales.

Son solo unos ejemplos, amén de otras políticas y decisiones agrícolas, económicas o sociales que ya sean europeas, nacionales o regionales y hasta locales que han contribuido a la despoblación y que van desde la PAC por la que «entre derechos históricos y agricultores de sofá, dos de cada tres perceptores lo hacen sin trabajar la tierra», hasta el papel mojado en el que han quedado todos los planes para dotar de autopistas de la información a la zona rural por el escaso compromiso de las operadoras, pasando por el goteo de cierres de oficinas bancarias rurales o alguna decisión caciquil que cerró una escuela con seis niños (cuando ese era el mínimo necesario y suficiente) al trasladar el propio alcalde a sus tres criaturas a otro colegio para perjudicar a un vecino que tenía a sus tres hijos escolarizados en el pueblo (y ese caso lo conozco de cerca).


España vacía

Los opositores al concepto de la España vacía arguyen, no sin razón, que el territorio aludido, aunque poco densamente, está poblado y que sus habitantes merecen no solo el reconocimiento de su existencia sino, y sobre todo, la atención que conlleva el hecho de existir, persistir y resistir en condiciones precarias, aunque algún prócer insistió en que tienen que abandonar su victimismo porque no proyecta imagen de progreso y futuro, como si el personal rural no tuviera derecho al pataleo por creer que otra forma de hacer las cosas es posible; el emprendimiento que la administración les reclama y que muchos practican con un empecinamiento digno de admiración ha de ser, necesariamente reivindicativo, sobre todo porque el empeño de los que hacen está muy por encima de la credibilidad de los que hablan y la reivindicación la practican las víctimas de la mala praxis político-administrativa. Sin embargo, la España vacía es tan realidad como la vaciada y, si citar a Sergio del Molino (autor del libro del mismo título), supone haberlo leído e interiorizado, bienvenido sea.

La España despoblada

Despoblada o deprimida demográficamente son dos conceptos que nacen de esa zona de intersección que tienen la Geografía Humana y la Sociología y que tanto me interesan por formación y por investigaciones propias. Su significado se explica por sí solo con seis datos objetivos: la densidad de Madrid es de 833 habitantes por Km², la de Cataluña es de 240,7 h/Km², la media de España es de 94 h/Km², la de Aragón 28 h/Km², la de la Comunidad de Calatayud 14,71 h/Km² y la del Campo de Daroca 4,97 h/Km². Además de todo lo antedicho, son muchos los factores sociológicos que han contribuido a la depresión demográfica interior, para entender algunos de ellos, que he vivido personalmente, recomiendo la lectura de «El pueblo en la cara», un cuentecito de Miguel Delibes publicado en «Viejas historias de Castilla la Vieja" allá por 1964. Y es que la consideración de pueblerino que debería enorgullecernos (y nos enorgullece) se ha utilizado como arma arrojadiza con la que afear los usos y valores culturales y personales derivados de la procedencia rural en lo que constituye más que una muestra de la mentalidad capitalina, lo que se me ocurre denominar como una cazurrez charnega, fruto del desprecio al diferente del que hacemos bandera. 

La desconsideración hacia lo rural tiene muchas ramificaciones, no en vano, hasta la edición de 2014, el Diccionario de la Real Academia Española, a la acepción actual de rural «Perteneciente o relativo a la vida en el campo y a sus labores», añadía la poco presentable de «Inculto, tosco, apegado a cosas lugareñas», y miren ustedes, apegado, sí, pero la incultura que se le suponía al aldeano escondía, entre otras, la inteligencia natural y el arraigo patrimonial y territorial valores que si no estuviéramos perdiendo, igual nos estarían cantando otros gallos y otras gallinas. A esto contribuyeron maestros y maestras que, con mejor intención que acierto, pretendían desterrar de nuestro habla palabras como choceta o nublo, por citar dos, en vez de explicarnos que una cosa es el habla y otra la lengua y que ninguna de las dos nos han de ser ajenas.

Como tan bienintencionada y digna de agradecimiento como equivocada era la mentalidad de mi padre, que quería que su hijo fuese más que él, que estudiara fuera y que, a ser posible, se hiciera un hueco en la capital y por esa meta mis padres lucharon a brazo partido y me llevaron interno con diez años, un viaje hacia el desarraigo contra el que algunos hemos luchado (al año ya estaba otra vez en el pueblo) y otros han asumido (volví a salir al internado con 15 años) de mejor o peor grado.

El orgullo rural

Aunque fuera de la artificiosa polémica semántica, el orgullo rural emerge como un paliativo ante la despoblación que tiene tanto de amor propio como de reivindicación pues pese a que nos quieran sumisos (que la sociedad civil organizada aterroriza al poder), como cantaba Carbonell, aunque «los viejos y barrancos solo quedan, nacerán de las arcillas nuevos frutos que abrirán con sus raíces nuevas senda».


Así que dejaré que sea el propio orgullo rural quien se defina:

«¿Cómo vamos a revertir la despoblación si nadie quiere ni de lejos vivir en un pueblo? ¿Si ignoran que aquí somos felices? ¿Si no saben de sus ventajas, de sus posibilidades? A través del orgullo vamos a gritar a los cuatro vientos que estamos aquí. Mostrar nuestra actividad, nuestra vitalidad, nuestra diversidad, nuestra alegría. Juntarnos los orgullosos y retroalimentar nuestro orgullo. Pegarle el orgullo al que lo tiene herido. Dar mucha envidia. Y quizá así generemos el caldo de cultivo necesario para poder reconstruir el mundo rural que necesitamos todos. Vivo, diverso y cuidado».

Epílogo

En fin, que como no me gusta dejar ideas en el tintero, las escribo para afirmar que, siendo importantes, las palabras no pueden enmascarar el objetivo y éste no es otro que el futuro de un medio rural vaciado, vacío, despoblado o deprimido (demográficamente) pero, por encima de todo, orgulloso y que cansado de ser sumiso quiere ser pujante.