Uno de los museos (si merece ese nombre) que más me gustó fue el Mauermuseum (museo del muro). Si lo comparamos con el centro de interpretación del mosquito en las balsas de Pinseque, financiado con fondos europeos, o con el horno-museo de la elaboración del pan de cinta con moño de cualquier pueblo de la provincia de Teruel (una iniciativa de LEADER de noséqué comarca), por poner dos ejemplos tan ficticios como frecuentes en nuestra geografía... si lo comparamos con ellos, digo, no pasará de recibir el calificativo de cutre. Pero es precisamente esa cutrez, esa impresión de que se trata de una muestra que puede hacerla uno mismo con horas y horas de dedicación, lo que le da un carácter asombrosamente cercano: cientos de documentos, recortes de prensa, fotografías, afiches... invaden sus paredes en un sin ton ni son aparente, mientras que en las habitaciones (que no salas, pues se trata de una casa) engendros de todas clases narran las vicisitudes de los que consiguieron pasar al otro lado (y de los que perecieron en el intento): globos, maletas dobles, habitáculos bajo el coche... En la planta calle, la tienda recuerda a los tiempos del SEPU en rebajas, y fuera el checkponit Charlie, una enclenque garita de control que separaba las dos partes del mundo y ahora sirve ahora de reclamo turístico donde hacerse unas fotos, con remedo de soldado americano y su bandera incluidos, a cambio de unas monedas.
El muro no está (o casi), lo derribaron la noche del 9 al 10 de noviembre del 89, mejor así, que no esté, salvo en estado fragmentario y escaso (es preferible recorrerlo en la web). De estos trozos de vergüenza me quedo con este momento previo al rapto de una voluptuosa Europa (sin Rusia) por un Zeus astado de banderas.
De todos modos, es posible encontrar zonas como la east side gallery donde algo más de un kilómetro de muro interior muestra obras pintadas tras la caída.
Justo allí se encuentra el conocido beso en la boca entre Leonidas Breznev y Erich Honecker, mandamases de la URSS y la RDA respectivamente; justo allí expliqué a seis alumnas de doctorado sevillanas quiénes eran esos dos tipos que ellas habían ido a ver (de propio, porque hay que ir hasta allí de propio) en una lluviosa y desapacible mañana (si llego a saber que, fruto de mi historia, una se iba a comprar una camiseta con la imagen, me callo); justo allí las obras que decoran la pared recuerdan a las casi 200 personas que murieron en el intento de pasar al otro lado, a las más de 5.000 que lo consiguieron y a los incontables que lo intentaron.
Títeres de Marc Engel en la East Side Gallery |
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