Pese a que todos los de la otra orilla, muchos de mis conocidos, bastantes de mis jefes, algunos de mis lectores, pocos de mis alumnos y ninguna de mis novias me consideren un radical, peligroso insurrecto, antisismeta y persona no adicta al régimen democrático, o no, imperante (hasta el presidente del des-gobierno o el ojalá-ex-ministro de instrucción me definen en los telediarios), soy un tipo normal; tanto que, (iluso de mí) gusto de visitar las sedes parlamentarias durante el puente de la Constitución Inmaculada, a saber: me he visto el (ahora, que no siempre) Congreso de los Diputados (y lo pongo con mayúsculas contra mi tendencia última a minusculizarlos -a ellxs, que no a la institución-), el parlamento de Guernika (porque me empeñé en que me lo enseñaran a su pesar, y lo hicieron); el sevillano hospital de las cinco llagas, que vaya nombrecito; el extremeño Hospital de San Juan de Dios, que gracias a su advocación y a la de San Rodríguez-Ibarra, los funcionarios del ente extremeño cobrarán lo suyo (que no es extra, que es sueldo) este diciembre; el palacio del hórreo en Santiago, que se montó a mayor gloria de don Manuel y sus gaitas destempladas, y hasta el Parlament de Catalunya, desvinculado él de cualquier pasado coronario y ahora menos independenstista que antes. Como soy tan constitucionalista como dado a la nausea, me he cuidado muy mucho de visitar el palacio de los Borja, actual sede de las Corts valencianas (ya lo conocía de antes y lo de los Borja se veía venir) o el atentado al buen gusto (democrático y visual) que constituye la cartagenera asamblea murciana. En fechas como éstas he visitado hasta el palacio de Westminster, donde recodé el primer corte de mangas al autoritarismo (aquello sí que eran recortes), y la Assemblée Nationale, rezando el rosario de la liberté, égalité, fraternité, ora pro nobis; aunque reconozco que he preferido prescindir, por las mencionadas razones de inestabilidad estomacal, del bundestag y del horroroso Erichs Lampenladen.
Es cierto, soy un tipo normal, demócrata-parlamentario y constitucionalista, al que le encantan los primeros artículos de la Constitución liberal (que no me vengan ahora con corrupciones aguirristas del liberalismo) de Cádiz:
Art. 2. La Nación española (o la que sea) es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona.
Art. 3. La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales.
Art. 4. La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen.
Un tipo al que le gusta aquello de que seamos benéficos (artículo 6) y buenos.
Un tipo al que, por no anclarme en el pasado, le gusta que los españoles (o cualquier otra gente) tengamos derecho al trabajo (artículo 35), a la salud (artículos 15, 40, 43...), a la educación (artículo 27), a la cultura (artículo 44), entre otras fruslerías y hasta que seamos libres para ejercer de libres e, incluso, que toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad esté subordinada al interés general (artículo 123) y que la economía sirva para asegurar a todos una buena calidad de vida (preámbulo).
Un tipo al que más que cambiar la Constitución española (salvo el artículo 1.3. y el deleznable añadido de zetapé aplaudido por mariano), le gustaría su obligado cumplimiento, como a todo radical y antisistema que se precie.
Por todo eso, y porque me entusiasma la Aljafería, me he ido hoy a ver el palacio y, de paso, las Cortes aragonesas. He disfrutado del palacio; les he explicado a unas cuantas parejas catalanas la presencia de su bandera en los artesonados y a algunos ploíticamentecorrectos la de las cabezas de Alcoraz cantonando la cruz de San Jorge; he recordado il trovatore de Verdi; he visto que no dejaban tocar el ejemplar del estatuto de autonomía y no ponían pegas a tocar cualquier otro elemento patrimonial (todo un síntoma del alejamiento); me he paseado por el salón de plenos y he disfrutado de una exposición de Isidro Ferrer, ese artista que da lecciones de libertad creativa cuando ilustra los carteles del Centro Dramático Nacional o cuando recoge premios de manos del rey.
Pues eso, si nos dimos una constitución, que se cumpla, ya la cambiaremos, si hace falta, cuando comprobemos, por fin, su validez. Mientras tanto seguiremos diciéndoles, como Isidro al rey, a la cara, que no nos representan.
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