Confieso que he aprendido (I): las primeras letras


Tenía que elegir una foto y esta es mi foto (nada menos que de Rosa Pérez Romero) preferida, la que me resume: esperando la clausura de Utopías Educativas (edutopía) de ni sé qué año; en jarras, porque este oficio es de estar en jarras siempre (por el alumnado al que amamos con todas nuestras fuerzas, casi con las mismas que nos odian a última hora cuando llegan al IES); por la administración, que muchas veces nos quiere y otras nos ha odiado con todas sus fuerzas; por las familias, que son capaces de querernos y odiarnos con la misma intensidad...; con esa estrella o sol (o lo que sea ese círculo tan chulo que dibujó Cruz Navarro Durá, ya he nombrado a la primera), de la mañana, de la tarde o de la noche (que las estrellas siempre están, incluido el asteroide B612 en el que habito desde que me leí al principito, que me repaso una vez al año para no perder la inocencia); en una salida de emergencia, que nunca se sabe, y esperando algo que, seguramente, no estaba en el escenario porque miro hacia el otro lado con mis gafas de ver o de no ver (casi todo lo que pasa en la vida pasa fuera del escenario).

Mañana, 2 de septiembre, empiezo el último curso que acabaré antes de dejar el oficio. Mi cumpleaños siempre ha marcado mi vida académica o, mejor, escolar: lo he celebrado entre los exámenes de septiembre consustaciales a un adolescente que pasaba los veranos entre la cosecha de melones y la cosecha de suspensos desde cinco y hasta ocho en su aniversario de los que no fui capaz de superar hasta mi cuarto de bachillerato (el antiguo, claro) allá por el 1974, con la reválida de corbata de goma (nunca olvidaré el puñetazo con el que Romo escachó mi perfecta pirámide de cartulina en un 2 de septiembre del 72 -aprobé las manualidades dos años después-) . Lo he vivido como mi propia vida, porque los docentes nunca conseguimos librarnos de la escuela.

Ahora, a 366 días de dejar el tajo me he propuesto un reto: escribir el relato de esos días que me quedan hasta "la hoja roja", que es uno de los libros que todo el mundo debería leer, y hablar de todo lo que he aprendido y de la gente que me lo ha enseñado (con nombres y apellidos, amenazo) y de la mala gente que, también, me ha enseñado a no ser como soy (en ese caso los intentaré soslayar en el anonimato si soy capaz y aunque sólo se merezcan el escarnio público).

Empezaré mañana, un párrafo cada día, 365 párrafos, verano incluido, porque no me cabrá todo si no añado el verano, tantas y tan queridas son las historias y las personas de las que os voy a hablar.

365

(2/9/2019)
No me reconozco fuera de un aula. El otro día preguntaba @victorjuan en su twitter ¿en qué medíamos los años?. Yo los cuento en cursos, ahora, en realidad ya los descuento, y es que buena parte de mi vida personal y toda la profesional se ha desarrollado vinculada a la escuela, como alumno o como maestro. No había empezado aún los parvulitos de entonces cuando ya iba a lo que ahora llamaríamos guardería, no recuerdo el orden cronológico, pero sí tengo grabadas dos imágenes de dos lugares y dos personas diferentes de mi pueblo (Villafranca de Ebro). En un caso se trata de un día de lluvia y un desbarajuste de sillas pequeñitas en el cuarto que hacía de aula con la señorita Guadalupe, al lado del horno de Ortega; no sé qué puñetas estábamos haciendo, pero el caos de sillas es lo que se me ha quedado grabado en la memoria de aquella escuelilla de pueblo; y el caos siempre ha tenido un papel importante en mi vida, igual desde entonces. La otra imagen era en casa de Marisa, en la calle mayor, y tengo grabada una sensación de miedo que sigue, alrededor de 57 años después, indeleble; la primera sensación de miedo que recuerdo: nos hacía teatro de sombras y la silueta del lobo aullando antes de devorar a alguien me dejó una congoja inolvidable; el miedo se aprende y aquel día aprendí a sentirlo. Así sería yo por aquellos tiempos en una foto tomada en la peluquería de mi madre:

364

(3/9/2019)
La escuela de párvulos estaba muy lejos de la escuela de mayores y muy cerca de mi casa y aunque supongo que de muy pequeñajo me llevarían, mi recuerdo es haber ido solo desde siempre; ocupaba una larga sala en los bajos del Ayuntamiento y el recreo era la plaza, aquella plaza mayor primero de tierra y más tarde de cemento, donde tantas veces jugué desde entonces. Me veo yendo contento a la escuela con mi cartera roja de plástico, el plumier de madera, el cuaderno y la cartilla Álvarez, con aquellas portadas de niños y niñas un tanto inquietantes que después se convirtieron en personajes sesenteros más modernos, aunque ahora nos suenen a vintage (Recuerdo especialmente la del perro). Pero son el "Parvulito" (hay que ver lo que le cundía a Antonio Álvarez Pérez, que llegaría a editar más de 34 millones de ejemplares de sus libros, cuadernos y cartillas) y, por si el primero no tuviera suficientes referencias religiosas, el "Hemos visto al Señor" los dos libros que más recuerdo de aquella época junto con los cuadernos para trazar palotes por doquier y las primeras letras.





363

(4/9/2019)
Mi maestra de primeras letras fue María Pilar Postigo, la que siempre será para mí y para todos los que estuvimos en aquella escuela de párvulos de la plaza, la señorita Pili. Incluso años después, cuando yo ya era maestro y ella una veterana de la enseñanza, me costaba llamarla de otro modo que Señorita Pili. Con la Ley de educación del 45, entré a un aula "de verdad" con cuatro años recién cumplidos, mi bata y todo ese hambre por aprender que tenemos con cuatro años. Con ella aprendí a leer y a darme cuenta de que me gustaba leer, leerlo todo (hasta donde alcanzaba mi pericia, claro está), desde los rótulos hasta el mensajero de San Antonio que caía por casa cuando tocara; las cajas de comestibles o "el noticiero" (que dirigía Ramón Celma y sobre el que yo preguntaba a mi madre si era mi tío porque se llamaba como yo y tenía mi segundo apellido y, claro, todo el que tenía mis apellidos era familia como bien me habían explicado -menos mal que no me llamo García- ) o "el siete fechas", de aparición semanal, como su nombre indica, y al que yo llamaba siete flechas porque en algún número aparecían las flechas y el yugo que heredó el movimiento de los Reyes Católicos y con el que nos sometió el franquismo (asociar fechas con flechas fue una jugarreta mental que me hizo despreocuparme de que las del yugo sólo eran cinco). Por cierto, esos periódicos llegaban al pueblo a través del intercambio con Basi la huevera, que venía cargada de prensa y otras publicaciones para cambiarlas por huevos por las casas.


362

(5/9/2019)

Eran otros tiempos, entonces salíamos de párvulos leyendo y escribiendo de aquellas maneras, así que en uno de aquellos cuadernos de dos líneas y grapados (seguramente sería de cebras porque me encantaban las cebras) he encontrado el que podría ser mi primer texto descriptivo escrito con letra titubeante, decía así: "la señorita pili es joven y guapa", un poco más abajo añadí otra impresión para completar semejante alarde de perspicacia: "y alta". Con el tiempo, sobre todo desde que me dedico a la formación y puedo conocer más de cerca al profesorado, he aprendido que esa descripción, totalmente cierta, es aplicable a casi todas las señoritas Pili porque el colectivo de infantil es, naturalmente, alto si consideramos la diferencia de estatura entre la chiquillería y su profe, pero también porque se caracterizan por su altura de miras. También son jóvenes, siempre jóvenes, aunque, como yo, lleven a sus espaldas treinta y tantos años de agacharlas (mucho más que yo) hasta la altura de su tribu; el oficio lo requiere aunque al volver a empezar ciclo tengan tres años más mientras que la prole sigue teniendo los mismos tres, los mismos mocos y las mismas diversidades. Y son guapas, guapísimas, sobre todo por dentro, de lo contrario tendrían otro oficio. Ahora las cosas han cambiado mucho y he escuchado a alguna niña pequeña decir acerca de una seño sustituta: mi señorita se llama Pablo y seguro que Pablo es, a los pocos días de sustitución, joven, guapo, alto y, también, listo, como añadí todavía más abajo en mi cuaderno de dos rayas no contento del todo con mi primera descripción. Y es que los niños de párvulos antes y los de infantil ahora somos un poco pelotas.


361
(6/9/2019)

Mi primera visita a una papelería de las de verdad la hice acompañado de mi tío Carmelo quien, además de enseñarme todo lo que sé de trenes, me compró aquel día un puñado de lápices unidos por una cinta: ¡había comercios así: llenos de cuadernos, libros, bolis y lápices amén de otros objetos inverosímiles! Todo un despertar a una especie de fetichismo que ahí sigue: probar bolis nuevos, tocar texturas y gruesos de papel; cargar, en fin, alguna pluma de mi (pobre) colección y usarla hasta que se agota y limpiarla y guardarla hasta que la querencia del instrumento o de quien me lo regaló me requiera para honrar a otra. Este anacronismo es importante por dos razones: La primera es mi doble ligazón disyuntiva a la tecnología siempre emergente e ineludible y mi arraigo con esos instrumentos de escritura anticuados. Probablemente me habréis escuchado predicar que la escritura como grafismo manual está presta a desaparecer igual que desaparecieron los escribas y los escribanos y que la lectura será, ya está siendo, de otra forma; y que los maestros y las maestras no podemos nie debemos ser los garantes del pasado sino los porteros del futuro. Poco imaginaba yo cuando mi tío Carmelo Pescador, ferroviario y hombre bueno donde los haya, me insufló el aliento de los trenes (conscientemente) y de la papelería (involuntariamente) que vería desaparecer aquellos viejos trenes que viajaban a ninguna parte y llegaban a todas ni que mis adorados adminículos de escritura y lectura iban a pasar a ser especies en vías muertas.
En el pueblo no había papelería, pero estaba "casa de la Josefina", otra escuela de vida en la que convivían las cuatro claves imprescindibles en la infancia: las chucherías, el material escolar, los usuarios de mi especie y una librería andamiada a base de cuentos, tebeos y algún libro; entrar en la tiendecilla era entrar en un mundo soñado: dulces y salados (aquellos botes cuadrangulares que se apoyaban unos sobre otros y que encerraban gomicas -lo de las gomilolas ahora es otro mundo-, sugus -tal vez la primera marca comercial que conocimos junto con el colacao-, gusanitos con su corazón de regaliz... por citar sólo mis preferidas entonces. Y también algún helado: el "frisel" y el cucurucho primero, después los polos). Cuentos en un montón (aquellos con objetos reales como "Ramón el guardia urbano" y su pito de verdad o "la ratita presumida" con su escoba, el cascabel del gato...); pocos años más tarde llamarían mi atención los tebeos colgados de cuerdas (primero el TBO, luego el DDT, el Dindán, el Pulgarcito, el Jaimito...). Y, claro: lápices, de escribir y de colores; gomas de borrar para lápiz y para tinta (que acababan con la tinta mediante un agujero en el cuaderno); sacaminas (menudo gusto sacarle punta a un lápiz una y otra vez hasta que sólo duraba una semana); cuadernos (de dos rayas, de una, de cuadros -pequeños, grandes o milimetrados-, de caligrafía, de cuentas), grapados o, más tarde, de alambre...
Entrar en "casa la Josefina" era todo un ejercicio de matemáticas aplicadas a la vida real y de la vida misma, pues las pesetas y céntimos del bolsillo (o aquel pesetón de 2,50 de mi abuela Aurora o de mis tías algunos domingos de cada tanto) tenían que dar para el cuaderno de dos rayas y algún extra en forma de naticas o gusanitos, aunque fuera por la generosidad de Josefina y no por la propia capacidad de negociación. Una verdadera escuela de autonomía, porque allí te presentabas solo y sin compañía adulta, con las perras en el bolsillo y calculando en el camino el gasto, las sobras, la plusvalía y el ahorro, igual que ibas a comprar a la Cari, la Teresa, el estanco o José Luis (después la Amparito) una lata de algo, granulado para los bichos o sardinas rancias que se le habían olvidado a mi madre (a no ser que te encontraras por el camino al Coronel, pero eso ya será otra historia).


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