Confieso que he aprendido (salto cronológico): Magisterio

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(10/10/2019)
El ex-Decano de la Facultad de Educación, Enrique Garcia anda preparando la exposición que conmemora el 175 aniversario de la actual Facultad de Educación (y que se inaugura el 6 de Noviembre), en otros tiempos Escuela Normal de Magisterio. Me ha pedido que acelere y que cuente alguna cosa de mis tiempos universitarios, así que voy a iniciar un viaje de vida y vuelta para acercarme a la Universidad y volver a la infancia después.
Era octubre de 1978 (entonces las clases en la Universidad empezaban acabado el Pilar) cuando comencé mis estudios de Magisterio después de aprobar la selectividad. Aquel año entramos muy pocos en la Universidad, procedíamos de un COU condicional que era como el coche escoba que cerraba la Ley de Ordenación de la Enseñanza Media de 1953 (modificada para cambiar el PREU por el COU adaptándola a la del 1970), una especie de paréntesis ocupado por quienes habíamos perdido un año por alguna circunstancia hasta que llegara al campus y al año siguiente la primera remesa procedente de la Ley General de Educación del 70 (los que fueron a la EGB) que añadía un año más a las enseñanzas medias. Dado que la EGB precisaba de profesorado especialista en el ciclo superior (6º, 7º y 8º), las especialidades eran Ciencias Humanas (la más solicitada: éramos tres grupos, uno de tardes y dos de mañanas), Ciencias (con Matemáticas), Lengua Española e Idiomas modernos, Preescolar y Educación Especial. Yo me matriculé en el grupo de tarde de Ciencias Humanas, así podía compatibilizar los estudios con mi trabajo nocturno en el Hotel La Pepa, que permanece abierto en mi pueblo.


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(11/10/2019)
Siempre recordaré el primer día de clase en magisterio cuando, subiendo por las escaleras hasta la última planta, donde estaba mi aula, me topé con un enorme Mázinger Z pintado ocupando todo el paño del rellano; desde ese día tomé, al igual que otros, la costumbre de saludarlo cada vez que pasaba por delante y es que, no sé si lo recordaréis, la canción de la serie de dibujos animados decía "Mazinger es fuerte y muy bravo. ¡Es una furia!", pero si escucháis atentamente el corte de la canción cantada por los Petersellers, no es precisamente eso lo que se entiende. No era la única pintura que decoraba las paredes del edificio: la puerta de una de las aulas estaba enmarcada por una lata de la que salían personas en una clara ironía sobre la masificación y que muchos años más tarde recuperé, cuando me tocó dar clase en un aula mínima del IES Zaurín a la UIEE (unidad de intervención educativa específica, casi nada) y al entonces PCPI (formación profesional inicial) en la que era difícil moverse entre las 15 mesas en las que había que encajar literalmente a otros tantos adolescentes; entonces bautizamos nuestro perfil de twitter con el bonito nombre de "como sardinas en lata".




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12/10/2019
Como va de la escuela de Normal Magisterio y hoy es fiesta, me bajo al bar.

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15/10/2019
Días complicados que no me han dejado seguir este hilo de mi vida educativa que es una buena parte de mi vida. Antes del Pilar me quedé en el bar y allí sigo porque el garito del sótano era, junto con el Montesol, en la esquina de San Juan Bosco con Franco y López, el punto de encuentro y de recreo de la tribu estudiantil de la escuela. Los de tarde no éramos mucho de bocata de tortilla de patata y cerveza, que triunfaba por las mañanas, así que yo, como llegaba pronto del pueblo, me tomaba todas las tardes el café y, si se terciaba, algún guiñote, no era muy de faltar a clase, pero si la partida se prolongaba, la primera clase podía peligrar. También había mucho concicliábulo para organizar alguna movida reivindicativa, que fueron muy abundantes sobre todo durante el curso 78/79.

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16/10/2019
Esos conciliábulos del bar se reproducían una y otra vez para organizar asambleas turbulentas en el salón de actos porque el curso 1978/1979 fue un año convulso. Por una parte, en poco tiempo se iba a votar la Constitución del 78 y había posturas muy radicalizadas en aquel asunto; todavía andaban por la Universidad grupos fascistoides como los "guerrilleros de Cristo Rey"que seguían con sus escaramuzas violentas, exacerbadas en Aragón como reacción a la reciente manifestación a favor del estatuto de autonomía el día de San Jorge (día en el que, por cierto, ascendió el Real Zaragoza a primera ante el Alavés); por otra parte, partidos tan representativos como el PSA preconizaban la abstención y otros a la izquierda del PC, el rechazo a la Constitución; el otoño, además, fue el momento de la operación Galaxia. Si la situación política incidía en una Universidad muy politizada, la situación laboral también tenía sus repercusiones: veníamos de la huelga general del 5 de abril; el conflicto de los profesores universitarios "penenes" requería apoyos y mermaba horas de clase; el magisterio en el que aspirábamos a entrar se había declarado en huelga a finales de la primavera anterior, sufriendo graves sanciones y despidos de profesorado no funcionario... Por su parte, las grandes movilizaciones universitarias impidieron la aprobación de la Ley de Autonomía Universitaria en 1979 y, finalmente, acababan de conceder el acceso directo cuerpo de profesorado de EGB a la escuela privada, de forma que, como los de la pública, quienes acabaran su carrera en aquel centro eclesiástico con un expediente brillante y sin un solo suspenso, entraban en competencia con los que estábamos en la escuela del profesorado de EGB pública que cumplieran los mismos requisitos. Con todos esos mimbres, el curso 1978-1979 fue un cesto revuelto en un campus mucho más reivindicativo que el actual y, aunque las clases se normalizaron más o menos con el cambio de año, anduvimos todo el curso imbuidos de la vorágine previa.


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17/10/2019
Después de 18 años de dar tumbos por las aulas, tumbos a los que volveré cuando acabe la época universitaria, estaba en el lugar al que quería llegar y comenzando a prepararme para lo que me gustaba: enseñar y, especialmente, enseñar sociales (aunque, en realidad, algo me habían enseñado esos años de bandazos académicos preuniversitarios, pero yo no lo sabía entonces). Estaba en un ambiente que, aparentemente, no me era hostil sino amigable, politizado y contestatario como yo, donde iba a profundizar en mis asignaturas favoritas y, con un poco de suerte y dedicación (ya me había reconvertido en un estudiante aceptable y convencido de que la reivindicación y el cabreo no son una excusa) optar al tan ansiado acceso directo al magisterio. Con esa convicción y con alegría, empecé, junto con ciento dos o ciento tres colegas en aquel primero C de Ciencias Sociales que tenía turno de tarde. Lástima que por aquel entonces no había leído todavía ese cartel que cunde por algunos bares y oficinas: "Hoy hace un día estupendo, verás como viene alguien y lo jode"; pues bien, llegó alguien y lo jodió.


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18/10/2019
La Ley General de Educación de Villar-Palasí estableció una reforma educativa que trajo la E.G.B. y que determinó un nuevo plan de estudios para quienes aspirábamos al profesorado de E.G.B. y que configuró el plan de estudios de 1971. Aunque mi memoria es una especie de nebulosa que, seguro, me ayudáis a despejar, creo que en primero de Ciencias Humanas teníamos algunas asignaturas que nos preparaban "teóricamente" para dar clase en primaria, pero que en vez de ser didáctica de la lengua o de las matemáticas, por poner un ejemplo, eran pura y duramente lengua (no recuerdo el nombre del profesor, pero sí que era bajito, sonrosado, dictador de apuntes -exactamente al dictado- y buena gente), matemáticas (Emilio, creo, con sus americanas de hombreras enormemente rígidas que parecía que se había dejado la percha puesta y que nos martirizaba con el álgebra de Boole a primera hora de la tarde, -esas hombreras me valieron mi primera y única expulsión de clase acompañado de  otros tres colegas con los que hicimos piña desde el primer día: Vicente, José Manuel y Pedro-), dibujo (con el sin par Ángel Aransay, insigne pintor aragonés, con quien coincidí muchas veces después en exposiciones, en la calle y en garitos, especialmente en la sonámbula y del que conservo un grato recuerdo y dos grabados), Educación Física (confieso que no asistí a ninguna de las clases, que aprobé gracias a un trabajo sobre el Hockey hierba que me tocó hacer y que todavía tuve el morro de reclamarle la nota). Después estaban las materias propias de la profesión, que en primero eran Pedagogía (que independientemente de los manuales al uso y de la taxonomía de Bloom me hizo adorar a Freire, seguir a Freinet e interesarme por las propuestas de Dewey y Kilpatrick) y Psicosociología de la educación (que, con Emilio Gomáriz como encargado de la cosa -¡Dios me libre de llamarlo profesor!- merece capítulo aparte). Finalmente, las asignaturas propias de la especialidad que en primero era Geografía y, siendo mi preferida, tuve la inmensa suerte de encontrar en Enrique al un gran profesor. Con él disfruté de la Geografía y hasta de sus exámenes de cuatro horas o más y en sábado y con el paquete de tabaco -celtas filtro, que la cosa no daba para más- entero (entonces se fumaba en las aulas) por si acaso se alargaba.

Grabado de Ángel Aransay, una alegoría de la educación que guardo en casa hace muchos años.

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20/10/2019
El sueño del acceso directo se esfumó antes de empezar, en primer curso, si bien mis notas en la mayoría de las asignaturas fueron buenas, incluso una matrícula en Geografía, no conseguí aprobar la asignatura de psicosociología de la educación que impartía, por decir algo, Emilio Gomáriz, el mismo que en 1992 protagonizó el vergonzante caso de transfuguismo que acabó en la moción de censura de 1993 que puso a José Marco en la presidencia del gobierno aragonés. Un tipo cuya broma más ocurrente era la recomendación de llenar la boca de piedras a los niños de infantil para que no hablaran en clase y que se pegó todo el curso hablando del psicoanálisis freudiano para acabar examinándonos de Aristóteles. Claro, diréis, ya estamos con aquello de que "el profesor me tiene manía", pues sí me tenía la misma manía que a los ciento y pocos compañeros restantes, de forma que de entre tantos sólo dos personas consiguieron superar su asignatura en junio (los dos que al fin y a la postre conseguirían el acceso directo) y una más la aprobó en septiembre en un examen tan multitudinario como tumultuoso en el que el individuo ya nos advirtió que sólo iba a aprobar a esa persona citándola con nombre y apellidos y añadió las razones poco edificantes por las que lo haría, una pena que personajes así tuvieran el privilegio de traspasar la puerta de un aula ni siquiera para mirar adentro y en sus manos el futuro de tanta gente.

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21/10/2019
El curso 1979-1980 fue más relajado en lo que a movidas universitarias se refiere. Ese año se incorporaron a las aulas universitarias los que sí fueron a la E.G.B. y venían no sólo del BUP sino de una tradición reivindicativa mucho más sosegada que la nuestra pues el final del franquismo y los inicios de la transición les pilló todavía en los colegios de primaria donde el ambiente era más tranquilo que en los institutos. Para mí no lo fue tanto ya que al esfuerzo que suponía trabajar de noche e ir a clase por la tarde, le sumé un par de sesiones semanales de mañana, con bocata de por medio en el bar o algún plato en el montesol, para aprobar la psicólogía pendiente de primero, naturalmente, con otra profesora que, ella sí, enseñaba psicología para la educación y lo hacía muy bien y de la que siento no recordar el nombre (es posible que Cristina). Pero el esfuerzo mereció la pena, no sólo porque aprobé el curso sin mayores problemas, sino porque conocí a profesorado excelente, sobre todo en mi especialidad de Ciencias Humanas, con cuyo departamento trabajaba con entusiasmo, al ya mencionado Enrique, de Geografía, se sumaron un joven Jacinto Montenegro de Historia (que todavía anda por la facultad pues le ha dado clases a mi sobrina Amaia) y que unía a la enseñanza de la Historia su pasión por la India y el entrañable Ángel Sancho, que en aquella didáctica de las Ciencias Humanas nos enseñaba a ser tan buena gente como él, además del último grito en tecnología: el franelógrafo, el proyector o el epidiascopio (eran otros tiempos y no había ordenadores); ellos me pusieron en contacto con gente que trabajaba el entorno como recurso didáctico, entre ellos el colectivo Clarión con los que aprendí una forma de trabajar en clase que conectaba directamente con mis favoritos de la pedagogía (Freire, Freinet, Dewey...) y que me ha acompañado siempre; seguí aprendiendo con las obras de esos pedagogos que nos recomendaba Enrique García (creo que empezaba a dar clase aquel año) y disfruté mucho con la filosofía de Marcelino y con la música de Pilar, empeñada en bailar el rulé y otras danzas conmigo y con mis dos pies izquierdos porque su tamaño y el mío eran los más compatibles de la clase.

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22/10/2019
Como yo vivía en el pueblo y los horarios no coincidían con los autobuses de línea, durante el primer curso compartí coche con vecinos de Villafranca, pues todavía no me había sacado el permiso de conducir, conducía Carlos un viejo Seat 1500 ranchera hasta que, el verano siguiente, ya con el carnet en el bolsillo y la necesidad de ir a las clases de segundo por la tarde y a la psicología pendiente por la mañana, estrené mi flamante citroen dos caballos de segunda mano que tanta autonomía me dio en aquellos años. El curso 1980/1981 fue corto y poco después de las vacaciones de Navidad comenzamos las prácticas en centros, aunque todavía seguimos haciendo exámenes durante aquellos meses finales. Aquel curso volvió a tocarme en suerte Gomáriz en Psicología que, entonces sí, nos dictaba sin mucho entusiasmo a Piaget al que, por si acaso el examen volvía a ser una sorpresa, complementé con todo lo que se me ocurrió. Conseguí aprobar su asignatura, lo mismo que a Belén Boloqui la suya (por primera vez tuve dificultades con alguien del departamento de Ciencias Humanas), aunque con ella me he seguido encontrando. Recuerdo que ya maestro en el todavía no creado centro de adultos de Calatayud (sería el curso 85/86), que estaba en la entonces casa de cultura (ahora Ayuntamiento) y que albergaba en el sótano el archivo municipal, se presentó un día en la sala de profesores a ver si le dejaba hacer fotocopias de unos legajos que había encontrado en el archivo de notables a los que era tan aficionada; la miré, le dije que si se acordaba de mí y le recordé que me las hizo pasar canutas para aprobar su asignatura pese a que en todas las demás de su departamento había sacado matrículas. Me respondió que no lo recordaba, pero que si venía de matrículas, ese era el nivel que había que exigirme, así que le dije que, por amor a la Historia y al Arte, hiciera todas las fotocopias que necesitara, pero lo que me pedía el cuerpo era mandarla a la papelería de la esquina. Todavía hicimos alguna broma en los días sucesivos que duró su investigación, cuando le recordé que daba las clases en el sótano, al lado del bar, donde tenía montado su tinglado de diapositivas y que todos pensábamos que la habían exiliado sus compañeros de departamento o que nos hizo el examen final en el salón de actos, el sitio más incómodo posible para un examen que llevaba hasta la confección de un mapa en una de las pruebas. En fin, con Belén he ido coincidiendo en algún encuentro de estudios bilbilitanos y en unas circunstancias personales suyas y mías dolorosas, cuando en una habitación de hospital, los dos estábamos cuidando a nuestros enfermos; habían pasado muchos años desde la última vez, pero alguien que en el año 2008 leyera para mitigar la triste espera el libro "la masonería en Aragón", de José Antonio Ferrer Benimeli, editado en el 79 por la Librería General, no podía ser otra más que ella y así se lo dije cuando me presenté. (reconozco que yo también lo tengo, aunque en los últimos años no me he dedicado a repasarlo).

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23/10/2019

Y llegaron los meses de prácticas, elegí el colegio Hermanos Argensola de Montañana (que, entonces, recogía alumnado de  algunas partes de Montañana, Santa Isabel, Movera y la Avenida de Cataluña) porque me venía muy bien para desplazarme desde Villafranca pues, en aquella época, no podían hacerse las prácticas fuera de Zaragoza en una de esas extrañas negaciones que ha sufrido la escuela rural, cuando lo más probable era que los primeros 10, 12 o más años de profesión fuesen precisamente en el medio rural, que las capitales de provincia estaban reservadas a quienes llevaban muchos años de carrera. Era (es) un colegio de una estructura constructiva peculiar: dos escaleras laterales daban acceso a las aulas que se disponían de la siguiente manera en cada planta: una a la derecha de la escalera derecha, una a la izquierda de la escalera izquierda y, entre ambas, las aulas centrales sin pasillo y comunicadas entre si por una puerta de forma que si querías pasar del extremo izquierdo (donde estaba el aula de sexto de chicos) al extremo derecho (donde estaba el aula de octavo de chicos) o bajabas hasta la planta baja o molestabas a las aulas centrales. El centro tenía un director que lo era por oposición (entonces había oposiciones a dirección de centros), para aquel hombre bien valía aquello tan de la Enciclopedia Álvarez: "en una mano la espada y en la otra la cruz" pues gobernaba el centro con mano de hierro y administraba rezos y consignas religiosas cada mañana a través de los altavoces de las aulas (que se chivaban si los desconectabas según pude descubrir) y organizaba ceremonias religiosas en el patio con motivo de cualquier fecha señalada en el santoral, una vuelta al pasado en toda regla con consigna matutina incluida que debía ser escrita en todo lo alto de la pizarra y ser copiada en el cuaderno de cada alumno, que era obligatorio mantener todo el día para moralizar a la chiquillería y, también, como castigo leve, pues era la clave para que quienes manifestaran un comportamiento reprobable la copiaran el número de veces que fuera prescrito. Y escribo así porque así hablaba aquel más dictador que director anacrónico que mantenía la segregación de sexos en tercer ciclo de primaria porque había dos vías y por la gracia de Dios.


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24/10/2019
Al colegio de Montañana llegamos cuatro alumnos de prácticas, tres que eran del barrio y yo, y nos asignaron tutor. A mí me tocó con  don  Roberto (aunque él y yo nos tuteábamos, el resto del centro, profesorado incluido, re refería a él con el don por delante, que en aquel centro el tratamiento estaba muy extendido). El tutor me cayó bien, era un maestro ya mayor, algo renqueante de salud, que impartía clases en tercer ciclo de EGB, concretamente Matemáticas, Ciencias Naturales y Francés, ninguna de ellas tenía que ver con mi especialidad ya que ni me tocó el área Social, como parecía lógico (otros dos de mis compañeros eran también de Humanas y se lo repartieron) ni me pusieron con alguien que diera clase en primer o segundo ciclos, lo que también entraba dentro de la lógica. Así se lo hice saber al director, que me lo pidió por escrito y me respondió por la misma vía que era su decisión y sus decisiones se acataban; también se lo comuniqué a la responsable de mis prácticas de carrera, que me dijo que lo intentaría arreglar y todavía estoy pendiente de si lo arregla o no. Es curioso, no nos permitían hacer las prácticas fuera de Zaragoza capital y sus barrios porque, claro, no se iban a desplazar los responsables universitarios de las prácticas a los pueblos, pero nunca recibimos visita alguna de la profesora que se responsabilizaba de los que estábamos en Montañana y el único contacto que tuvimos con ella fue una reunión a la que nos convocó en su propia casa porque estaba mala. En fin, que entre la mucha experiencia de don Roberto y mi inexperiencia docente nos apañamos para que yo ejerciera de monaguillo de sus tres asignaturas en sexto, el grupo de octavo de chicos y el grupo de séptimo de chicas (ya dije ayer que en aquel centro los mayores estaban segregados por sexos) con el que a mi tutor y a mí se nos hacía difícil el navego pedagógico aunque él llevaba intentándolo desde principio de curso sin más éxito que el proporcionado por la férrea disciplina que se usaba en aquel aula díscola y complicada que supondría todo un reto para mi bisoñez.

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25/10/2019
Cuando llevaba dos o tres semanas de prácticas como acólito de don Roberto la salud le jugó una mala pasada y allí me quedé, huérfano de tutor, a la espera de que llegara un sustituto que nunca llegó y haciéndome cargo de los mismos grupos con los que días antes bregábamos los dos mano a mano; le dije al director plenipotenciario que yo era un alumno de prácticas, que todavía no era maestro y me pidió que le manifestara mi incapacidad (con esa palabra exacta) por escrito cosa que, naturalmente, no hice; también comuniqué lo que yo pensaba que era una situación irregular a la profesora responsable de mis prácticas en magisterio, pero estaba mala aunque, me dijo, lo arreglaría y en eso estoy, esperando el arreglo treinta y ocho años después. Así que tuve que espabilar, disfrazar mi inexperiencia de seguridad y lanzarme al ruedo como un maletilla mal aviado. Estaba claro que esto del magisterio no iba a ser un camino de rosas, pero lo que podría considerarse un caso de mala suerte, en realidad lo fue para un don Roberto y su larga convalecencia que se prolongó casi todo el curso; en lo que a mí concierne fue una oportunidad para descubrir que con sentido común, mano izquierda y aplicando el método ensayo-error, además de algunas metodológías que traía frescas de la carrera, podía salir airoso de aquel reto (no sin fracasos y meteduras de pata). Desde entonces me he embarcado en las más variopintas aventuras educativas, también no sin fracasos y meteduras de pata, con la confianza que me dio aquella lejana peripecia que me dejó marcado. Me apañaba bien con las ciencias, mi nivel de francés no era inferior al de mi tutor y hasta le cogí gusto al álgebra, esas eran mis asignaturas y si te caes en una piscina o nadas o te ahogas. Otra cosa era mi estatus en el centro: daba clases, pero no era maestro, así que ya me dejó bien claro el jefe supremo que no tenía derecho a asistir a los claustros y otras reuniones y que toda comunicación, evaluación... sería con su intermediación; en justa venganza, todas las mañanas, privaba a mi grupo correspondiente de las jaculatorias y consignas moralizantes que el gobernador de aquel colegio daba a través de los altavoces, subía a la clase que me tocaba antes de que entrara la tribu y apagaba el altavoz para silenciar al tirano, hasta que se enteró y me amenazó con aplicarme un serio correctivo. Así que, además de descubrir que el magisterio no iba a ser un camino de rosas, me di por enterado que mi relación con la jerarquía, tampoco, pero eso ya venía de lejos.


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26/10/2019
¡Qué tiempo de felicidad aquellos meses de prácticas en el Argensola Brothers! Comíamos en el cole y los de práctica nos íbamos a echar el guiñote al bar de al lado, antes de volver corriendo a las clases de la tarde tras haber ganado o perdido el café y el pacharán; un día, después de trabajar, nos fuimos al bingo (la primera y última vez que he pisado un garito de esos) y cantamos línea y bingo, menudo fiestón en los Picapiedra, en el Zurra y en la Croqueta... Pero una tarde de febrero, cuando acabamos la jornada en el cole y después de un par de cervezas en el bar de al lado del colegio, me despedí de mis colegas porque quería escuchar la votación para la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo en segunda votación mientras volvía al pueblo en el dos caballos. Todavía me monté a tiempo de escuchar el primer voto nominal: era García Margallo, sí el mismo que entonces estaba en la UCD y que fue ministro de asuntos exteriores y que ahora es eurodiputado (hay gente que no se ha bajado del coche oficial desde antes el 81). Cuando, llegado a Villafranca, iba a meter el coche en la cochera (los de pueblo somos así, no tenemos parquin sino cochera) oí el exabrupto aterrador: ¡Quieto todo el mundo! y unos disparos. Era el 23 de febrero de 1981 y aquello no pintaba nada bien; dejé el coche en la calle, entré en casa, les dije a mis padres y a mi abuela que me iba a Zaragoza, que ya les iría llamando cuando encontrara alguna cabina, que entonces se llamaba desde cabinas que funcionaban con monedas y no desde móviles, aunque parezca mentira (para esas y otras llamadas me cogí una bolsillada de cambios de la botella de anís Castellana donde guardaba el suelto) y me fui pitando a la cabina de la plaza para llamar a la CSUT, que entonces era mi sindicato y el de mi padre, a ver qué pasaba y qué hacíamos. En Zaragoza y en otros muchos sitios fue una noche muy larga*. Vi un incidente, en el entonces barrio de la Química, de sindicalistas frente a falangistas armados que nunca olvidaré y que Ignacio Martínez de Pisón tuvo que vivir también muy de cerca (o se lo contaron muy bien) porque lo relata en uno de sus libros. Cuando al día siguiente volví al colegio todavía no estaba resuelto el golpe de estado y la noche ojerosa y ahíta no acabó con el alba sino cuando en el recreo supimos que las aguas volvían a ese cauce nunca estabilizado del todo.

*Me consta por testimonios en primera persona, que en Calatayud -lo supe después, cuando llegué allí tres años después- no pocos bilbilitanos acudieron al cuartel, entonces Instituto Politécnico del Ejército de Tierra, a ponerse a las órdenes del coronel al mando para lo que hiciera falta, que podemos imaginarnos lo que era.
Me consta  por testimonios en primera persona que alguno de mis quintos que fueron a la mili de reemplazo porque no tenían derecho a prórroga y tuvieron destino en Valencia, salieron a la calle en camiones con cargador encajado en el CETME y la primera bala en la recámara.
Me consta porque lo viví en primera persona, que aquel día pudo montarse algo trágico que hubiera cambiado nuestra vida para siempre, y lo peor es que parece que lo hayamos olvidado.


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27/10/2019
Poco imaginaba entonces que me tocaría revivir el intento de golpe de estado poco tiempo después y por dos veces, pero eso llegará más adelante. Después de aquella larga noche que duró hasta el recreo tocaba seguir en el aula, el trabajo con mis grupos (salvo con aquel séptimo de chicas) era reconfortante, pero el séptimo B era otra cosa: el séptimo de canallería lo llamaba, ignorante de mí; ausente don Roberto, que era el que administraba la disciplina, mis díscolas alumnas, que el grupo gregario absorbe cualquier individualidad discordante, vieron una oportunidad para reivindicar su rebeldía, me tomaron por el pito del sereno literalmente y con ellas era imposible dar clase, hasta tal punto que, tragándome mi soberbia, llegué a pedir amparo al director plenipotenciario que pasó de mí con el mismo desprecio con el que se pasa de la m... Mi desesperación me llevó a tomar una decisión drástica: no darles clase; llegaba al aula de séptimo de canallería con mi radiocasete, me sentaba y me pasé la semana entera escuchando Another one bites the dust de Queen, Las chicas son guerreras  de Coz, Rapture de Blondie, I surrender de Rainbow, Something 'bout you baby I like de Status Quo o Caperucita feroz de la Mondragón (las sigo escuchando ahora) sin hacer puto caso a su jolgorio; al principio se quedaron estupefactas, después les divertía, a medida que iba pasando la semana protestaban y a los cuatro días pedían a gritos que les hiciera caso y que que diera clase, lo pasamos mal, ellas y, sobre todo, yo, pero aquel pulso que echamos entre todas recondujo a aquellas chicas guerreras hasta que nos reencontramos en ese territorio neutral lleno de posibilidades que es la educación; aprendimos mucho, seguramente yo más que ellas. Este pasado verano, cuando fui a visitar a mis inquilinos en la casa de mi pueblo, me sorprendieron con el hallazgo de una colección de papeles cortados de cuadernos que ni recordaba, firmados por María Jesús, Merche, María José, Gema, Anabel, Ana, Nieves, Yolanda, María Antonia, Pili o Inma (ella con sus incontinentes faltas de ortografía). Me los escribieron el día en el que, acabadas las prácticas, me despedí de ellas y me emocionaron entonces; tras tantos años les eché un vistazo sobre la mesa y me di cuenta de que no podía leerlos delante de mis inquilinos, así que cuando me marché, paré el coche en una era de Villafranca y me los leí de cabo a rabo, emocionado, tan incapaz de seguir conduciendo que tuve que pararme un rato en Alfajarín; fue entonces cuando decidí escribir esta crónica casi diaria: mis chicas de aquel séptimo de la alegría, treinta y ocho años después, me seguían enseñando, como entonces, que la educación es emocionante y que si no somos capaces de construir emociones todos y cada uno de los días de aula, somos incapaces de enseñar o de aprender, de comprender y comprendernos. Al cabo de los años, me encontré a Yolanda presentando una experiencia innovadora de física; cuando acabó, me acerqué al escenario de la ciudad escolar Pignatelli, nos miramos, nos sonreímos y sin que fuera necesario decir nada más, nos fundimos en un abrazo entrañable.


309

28/10/2019
Estos recuerdos de la carrera y las prácticas me llevan a intentar cuantificar cuántas de aquellas ciento y poco personas que empezamos Magisterio en aquel lejano curso de 1978/1979 en el grupo de tarde de Ciencias Humanas ejercemos de maestros o maestras en la actualidad; que yo sepa, en Aragón, somos solamente tres: los dos que obtuvieron acceso directo y yo. Me parece que dos más anduvieron de interinos por Cataluña, pero les he perdido la pista y no sé de nadie más que consiguiera entrar en el cuerpo de maestros en unos años en los que no había interinos ni plazas e, incluso, con las oposiciones aprobadas, había que estar un año sin trabajar y sin cobrar, así que la gente tenía que buscarse la vida en otras faenas en las que acababan asentándose, un capital humano bien formado y desperdiciado. Cierro aquí este apartado de mi vida educativa y regreso enseguida a mi infancia escolar.

308-307

30/10/2019
Voy a estar unos días ausente del relato, nos reencontraremos allá por el 11 de noviembre

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