viernes, 8 de febrero de 2019

Mediar


No deja de asombrarme, y eso que estoy curado de espanto, la capacidad que tenemos los humanos en general y los españoles (en particular y en este caso) para dejarnos llevar, consciente o inocentemente, por el río de la manipulación.
Menuda se ha montado con lo del mediador, relator, convidado o convidada de piedra o como quiera el demonio que se le acabe llamando si es que la cosa no acaba en uno de esos abortos de los que abomina Pablo Casado.
Soy maestro con 35 años a mis espaldas, 56 años de escuela, que se dice pronto. Y en ese tiempo he aprendido que la mediación es la única solución posible, positivamente hablando, en la resolución de conflictos. En educación, mediamos los profes, media el alumnado, hay que mediar con familias, con alumnado, con docentes, con administración, con concejos y con cualquier combinación de esos n elementos tomados de n en n y, las más de las veces, el proceso soluciona los conflictos a corto o, en  casos complejos, a medio plazo. Y, en caso de fracaso, el proceso acaba siendo tan enriquecedoramente rico (como agotador) que siempre queda un aprendizaje, una vía sin cerrar del todo o, si el fracaso es estrepitosamente palmario, el recurso a otras vías tan poco empáticas como resolutivas (y generadoras de nuevos conflictos, dicho sea de paso, que la ocasión lo requiere).
Sigo siendo sindicalista, ahora más de a pie. Pero algún convenio local o alguna reivindicación profesional me ha tocado negociar. Y la clave está en la palabra, porque sin voluntad de conciliar no hay acuerdo perdurable, posible, sí, pero no perdurable.
He sido político, de pequeñas cosas, eso sí, y he comprobado que sin mediación, las organizaciones se deshacen por esa propiedad física que tienen las partículas de izquierda de chocar entre ellas y que se conoce por el nombre científico de disociación ideológica degenerativa.
Conozco hasta diez parejas que han roto su relación amistosamente porque han contado con la mediación de un letrado común que ha hecho de puente en la ruptura y muchas más que se han dejado media vida y el patrimonio en pelitear por un quítame allí esa mamandurria que diría la otra (léase Esperanza o la cólera de dios, así, en pequeñito, porque así es el dios de los liberales).
Se media en asuntos de lindes (para eso estaban los jueces de paz), de herencias, de amistades y hasta de riegos. Se medió con ETA, con los militares golpistas, con la legalización del PCE, con el otro rey para que se fuera al pedo y hasta con la rendición de Granada.
Existen espacios de conciliación donde esas ex-familias de imposible entendimiento intercambian hijos y hasta los padres de la iglesia se reúnen para saldar sus cuentas pendientes con lo divino o lo humano bajo la mediación del Espíritu Santo, esa tercera persona, no sé si del singular o del plural que, a la vista de los acontecimientos, pasa de iluminar a nadie.
Hasta el Papa Francisco se ofrece como mediador (si las dos partes lo quieren), que lo dice el ABC, esta vez sin cuestionarlo porque el Papa es inefable.
No me cansaré de decir que no pertenezco a  la fan zone de Pedro Sánchez en mi ascensor ni al club de las ministras diabéticas aceleradas, tampoco a los poetas muertos/ ministros sobrevalorados; ni me representan los demás iluminados de la izquierda ególatra y salvadora y mucho menos los esperpentos de la derecha neopatriótica y arribista, al mismo nivel que los nacionalistos de cualquier senyera. Pero no dejo de reconocer que la mediación es la mejor manera de solventar los conflictos y que otro gallo nos cantaría si habláramos más y gritáramos menos.