sábado, 16 de junio de 2018

Volver al Pignatelli

Esta mañana he estado en mi viejo instituto Pignatelli, no el actual sino el que ocupaba el decrépito edificio de la actual sede del gobierno de Aragón.

Nada más llegar a la sala de la Corona (la iglesia hospiciana, reconvertida en salón infrautilizado); alguien con el don de la oportunidad ha pillado el micrófono y para hacer sentar al personal ha tenido la feliz idea de decir: "¡Olalla, siéntate!", sin saber que las paredes de mi centro oyeron muchas veces el mismo mandato; Olalla, siéntate; Olalla, cállate; Olalla...




He recorrido el patio de recreo (ahora se llega allí desde la entrada nueva), dividido en dos, donde me fumé mis primeros celtas bajo los arcos (entonces se fumaba en los colegios) y antes de pasar al salón de actos me he ido al otro patio (también partido en dos en la actualidad), donde jugábamos, hacíamos gimnasia (que no educación física) y ensayaba la banda de la Diputación Provincial (en lo que ahora es salón Ordesa, en la esquina noroeste).

Por llegar justo de tiempo al inicio, como de costumbre entonces, me he cargado el ¡Olalla, siéntate!, como de costumbre entonces, tal vez porque, como también entonces, mi cabeza y mi corpachón sobresalían un poco más que las otras.




En algún que otro despiste, he ido hasta la Siberia, aquel aula enorme y heladora del sótano donde guardábamos el tocadiscos y las canciones subversivas. He subido hasta localizar mi clase de cuarto de bachiller, donde nos tutorizaba la Zaragozano, la única profesora del instituto capaz de horrorizarse cuando, presos del arrebatamiento anarquista (maoísta, comunista, leninista o troskista, que de todo había), abríamos las ventanas y tirábamos las mesas y sillas al corral por donde se entra hoy al edificio gubernativo y que entonces era una selva inhóspita donde dejábamos ir nuestra libertad vigilada. Les he contado las batallitas de abuelo cebolleta a las amables funcionarias que habitan el espacio y me han mirado entre incrédulas (sobre todo cuando les he dicho que había una estufa de leña justo aquí) y espantadas, temiendo acaso que me pusiera pesado o que comenzara a arrojar mobiliario por las ventanas ahora herméticamente cerradas; ha sido un rato majo.




He salido por la puerta principal, la de verdad, la que da a la calle Pignatelli, para volver a entrar el dintel de la puerta grande, la de siempre, tras cruzar aquellos jardines entonces desolados que hoy día tampoco es que hayan mejorado mucho, y he buscado infructuosamente el teatro desvencijado que había en el ala contraria al salón Ordesa, tan amenazante de ruina que ni los grises de la época se atrevían a seguirnos hasta allí cuando nos refugiábamos entre el polvo y las ratas que lo habitaban. Porque, como también les he contado a los polis (supongo que nacionales/autonómicos) de la puerta principal, la de siempre, los recreos de aquel instituto de mi adolescencia eran una habitual carrera delante o detrás de aquellos grises que entraban con las furgonetas cenicientas hasta el patio día sí y día también a incordiarnos nuestra física, nuestra química y nuestra ideología incipientemente izquierdosa. Hasta se han extrañado, como diciendo ¿nosotros?. No, eran ellos.

Todavía he hecho una cosa más: buscar la sala de profesores de la primera planta, aquel lugar indefinible donde nos mezclábamos los chiquillos con los catedráticos sin solución de continuidad (hoy resulta raro ver a un alumno que no esté castigado, malucho o peculiar en el sancta sanctorum del profesorado) y me he sentado un ratico, con el permiso de más funcionarias un poco alucinadas, a recordar a mi profesor de literatura, Luis Yrache, con su pipa y gesto masajeándose el pecho y su alma de poeta y su pasión por el 27 y por los clásicos. Él no me dijo nunca ¡Olalla, cállate! ¡Olalla, siéntate! Pero me recomendó al marqués de Bradomín y nunca se lo agradeceré bastante.

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Era el año 74, tenía 14 años y no he encontrado ni rastro de aquella época sino dentro de mí. Ni siquiera fotos, las que ilustran esta entrada son una recopilación anacrónica de esas vivencias.

Gracias J.C. por tu ocurrencia de esta mañana, no sabes lo que me ha emocionado ese ¡Olalla, siéntate!